Ensayo crítico de Pilar Altilio
Mientras el tiempo pasa
“Ante todo porque la memoria es, ella misma, una imagen”
Leonor Arfuch
La cita de la investigadora argentina Leonor Arfuch (1) es pertinente al comenzar un recorrido abierto por la trayectoria de Liana Lestard, una artista que mantiene la misma pasión desde la precocidad de la niñez hasta ahora. Para Arfuch, prestigiosa analista de géneros discursivos, subjetividad, identidad, memoria y narrativa hacen parte de una práctica tanto discursiva como artística. Vamos a tomar esas cuatro caras del planteo registrables en las producciones de Lestard desde los inicios, como cuestiones para desentrañar su trabajo.
Desde muy pequeña, las cosas del arte le estuvieron cercanas, para explorar, para jugar, para encontrar una forma de comunicar por fuera de la palabra. Esa familiaridad con la producción de imágenes y el río, son dos constantes. En la zona donde nació y vive, el río es hoy un espacio recuperado, pero mucho antes fue nada más que una orilla para caminar y ver lo que traía, siempre sorprendiendo. Juan José Saer (2) cuenta en su texto El río sin orillas refiriéndose a la relación entre la pampa o llanura y el caudal de los hermosos ríos del litoral, que éstos últimos han dejado una “escasa huella en la imaginación popular en relación con la omnipresencia de la pampa”. Afirmación que no solamente es exacta, sino también sorprendente, por una causa que parece verosímil: “creo que la causa del olvido viene justamente de ese exceso de frecuentación. Se estaba tan habituado a ellos, que no tenían nada de exóticos, y una prueba indirecta de esta afirmación podría obtenerse observando que los mejores textos sobre el Paraná, el Uruguay y el Río de la Plata fueron escritos por extranjeros”.
Liana preserva algunas memorias sobre ese río y también sabe de causalidades, como la de formar familia con un oriundo del delta. Cercanías personales que propiciaron parte de su trabajo ligado al paisaje como un elemento inspirador, como una inagotable fuente de sentidos. Es cierto que existen varias categorías para el paisaje que Lestard ha explorado. Los paisajes externos con sus partes definidas entre el cielo y la tierra por una línea de horizonte y los otros, funcionando como parte de un proceso de hacer visible un estado interno. El paisaje como una construcción ejecutada mediante una técnica propia que la lleva a comenzar a trabajar con el mismo placer de siempre, valorando ese encuentro entre el deseo y los materiales. Liana no presume de tener todo pensado desde el inicio cuando aborda la tela en blanco, se desliza convenientemente por un tiempo a veces más largo que otro sobre algunas cuestiones que la sorprenden y que, de algún modo concreto, se solapan en su vida cotidiana. Viajes exploratorios tanto geográficos como históricos y culturales cargados de esa subjetividad ligada a una identidad que la hace seguir eligiendo un lugar de pertenencia. La serie Horizontes, que despliega en la década de los 90’, enhebra de manera muy activa, una sucesión de conceptos: somos de la llanura, sitiados por el horizonte y el omnipresente cielo, casi “isleños en un mar de pampa” como sostuvo Martínez Estrada (3).
Una vibración de la línea y el color siguen siendo su marca visible, entraman imagen, escritura, arte y oralidad en un sistema donde subjetividad y objetividad producen una variante en la década siguiente. “Los ríos y arterias que aparecían en los paisajes naturales se fueron haciendo autopistas, ríos urbanos, que vistos desde lo alto llamé Navegantes urbanos”, cuenta Liana en una conversación sobre la forma que va adquiriendo su trabajo. Resulta muy claro percibir estos detalles como formando parte de ese concepto amplio que remite a una identidad narrativa, una capacidad de percibir en cada nueva serie un plano intersticial donde aparece algo muy bien descripto en Lo imaginario de Jean Paul Sartre (4), cuando afirma que “la imagen no es algo externo, por el contrario, corresponde a un acto intencional de la conciencia.”
Liana Lestard ha ligado su trabajo como artista al de docencia y no es difícil entender por qué bautizó Taller del lugar al espacio de trabajo, pues lo piensa desde una perspectiva más horizontal, de búsqueda y formación para todos. Dos cuestiones definen la palabra lugar: como espacio ocupado y como un escenario que representa valor para uno. Liana nunca se sintió fuera, ocupó y supo reconocer cuál era su lugar y en ese plano prefiere la idea de construcción de saberes, de conocimientos y de experiencias. “Trabajamos desde la materialidad, pero también desde lo conceptual” –afirma- y es algo que valida en cada cierre del año.
Hay un tono permanente que implica una manualidad activa y una corporalidad para dar forma al material. Así produjo una serie de obras con volúmenes conseguidos por acumulación de un elemento de ese territorio cercano: la tierra limosa y cargada de sedimentos de la costa. Con pocas herramientas y sus propias manos cava, modela el terreno, para luego rellenar con yeso esas oquedades que se transforman en curiosas formas que, como restos recuperados, se instalan en otros campos menos transitorios que la orilla del río. “Como un fragmento que recuerda un instante de comunión entre tiempo y espacio, entre memoria y pertenencia” diría Marcelo Olmos (5) en referencia a las meditaciones que produce el paisaje y las múltiples formas de construirlo, reconstruirlo y recortarlo.
Entre 2005 y 2012 aparece otra perspectiva de inscripción en la serie Desde la otra orilla, donde literalmente la visión de la ciudad recortada se ubica desde el agua marrón de ese río. Aunque en su mayor amplitud tiene 219 km de ancho, Darwin había escrito en 1832: «no hay ni grandeza ni belleza en esta inmensa extensión de agua barrosa» (6), pero en Lestard esa afirmación no tiene lugar. Ella percibe algunas claves que se trasladan al plano de la tela mediante sus pinceladas, líneas húmedas de densidades diferentes que se deslizan como el agua en un cauce, con una fluidez remarcable, donde nada parece estar quieto. Vale volver a citar a Juan José Saer (7) cuando bucea por memorias interiores y afectivas, que han formado parte de una secuencia de producción donde “la representación del paisaje siempre es metafórica”. Y esa alegoría es construida como un encuentro entre lo singular y lo múltiple, lo individual y lo colectivo, lo propio y lo impropio.
La serie se continua en Umbrales y se sostiene mucho menos reconocible como paisaje, tal vez porque el vibrato tan colorido desdibuja los planos reconocibles y se hace necesario percibir con cierta demora aquellas formas que, incompletas, van sugiriendo presencias que están más allá del plano cercano al espectador. Son telas de una rara belleza, que mantienen un equilibrio basado en las luces que van deslindando una frondosidad parecida a la espesura de la margen deshabitada del río. Imágenes meditativas que aparecen cuando Liana cumplía medio siglo de vida: “fueron años de explorar otros formatos, instalaciones, acciones colectivas, videos, objetos, realicé muestras individuales y proyectos grupales.” Siendo el umbral una separación entre un campo y otro, no sorprende que los mismos hayan sido representados como “una eidética de la imagen, es decir, para fijar y describir la esencia de esta estructura psicológica tal como aparece en la intuición” como afirmaba Roland Barthes (8).
Usa tierra, yeso y agua modeladas por su voluntad de forma, amasando con sus manos que siguen los mandatos de una mente que busca - y encuentra- la continuidad de su producción en formatos heterogéneos. Esa sustancia líquida y colorida que se percibía en sus producciones anteriores, ha dado un giro interesante justo ahora cuando la artista está pronta a cambiar nuevamente de década. El río tan suyo y la orilla reaparecen a través de dos manifestaciones. Por un lado, aparece lo evocado, un recuerdo de esas caminatas con su padre siendo una niña cuando un cuerpo fue encontrado en la orilla. Como una especie de cita en diagonal, muchos cuerpos han dejado huellas en este río, pero aquel estaba impregnado de ese color raro, terroso que Liana descubre es del limo inorgánico. También llamado el loess pampeano, un limo fino sin estratificación que incluye polvo de rocas de otras lejanías informa Wikipedia. Pero atención que para que se clasifique como tal, “el diámetro de las partículas de ese limo varía de desde los 10 a los 50 micrómetros”, se agrega “que son transportados por las tormentas de polvo a lo largo de miles de años, constituyendo un suelo de labor muy fértil y profundo.” Fertilidad que mantiene los ciclos productivos y que varía dependiendo de las tormentas que se producen en el norte, fundamentalmente en el río Bermejo, afluente tanto del Paraná como del Uruguay y el Río de la Plata. Lestard nombra la forma en que recolecta ese finísimo polvo a través de una palabra: cosecha. Se percibe la paciencia con que lo recoge cuando bajan las aguas de una crecida, pero interesa lo que hace con ese material. Opera en una especie de alquimia respetuosa que describe minuciosa: “coloco gesso con las manos, luego el limo que mezclo con agua y barniz al agua, en algunos casos vuelvo con algo de gesso alternando con el limo”, jugando a mover esa levedad sobre el plano de la tela, con un acromatismo que se vale de todas sus propiedades. Bucea este nuevo plan y evidencia otra densidad que es visiblemente más aireada que sus producciones anteriores. Una cosecha bien productiva que sirve para otra siembra tanto en el plano como en el espacio.
Dijimos tierra, yeso, agua y ahora limo para mantenerse en lo que le es propio, un espacio donde su poética de pertenencia se recrea, fecundando esa otra territorialidad que le es tan propia como el río que conoce tan bien. Desde esa orilla tan conocida hasta esta superficie, condensa un plano activo, móvil que, con la misma pasión, se transforma en materia sugerente para detenerse a descubrir lo que ya es otra naturaleza en otro campo. Andrea Giunta (9) afirma que la identidad puede definirse de una manera no esencialista, en construcción permanente usando una percepción emocional nueva respecto del pasado. Pasado que se hace presente y forma un cuerpo de obra donde el paisaje se transforma a partir de los mismos elementos de una temporalidad no mensurable fácilmente, que aire, viento y lluvia mecen constantemente.
Pilar Altilio
Septiembre 2018
1. Leonor Arfuch en Richard Nelly Diálogos latinoamericanos en las fronteras del arte, Universidad Diego Portales, Chile 2014
2.- Saer, Juan José El río sin orillas. Tratado imaginario. 1991
3.- Martínez Estrada, Ezequiel. Radiografía de la pampa, 1937
4.- Sartre, Jean Paul. Lo imaginario, 1940
5.- Olmos, Marcelo. Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre en Temas de la Academia, 2016.
6.- Saer, Juan José El río sin orillas
7.- Ibid
8.- Barthes, Roland El grado cero de la escritura y nuevos ensayos críticos, Siglo XXI editores, 2013
9.- Giunta, Andrea Feminismo y arte latinoamericano, Siglo XXI editores, 2018